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Narrativa: cuentos: Tarde de lluvia
Enviado el Saturday, 22 February a las 07:23:16 por Artnovela |
daniles escribió "
Tenía la seguridad de haber escuchado antes la misma risa de la lluvia en la ventana, chapoteando contra los techos en la tarde dormida. Probablemente la recordaría de la niñez, cuando la tormenta aguaba la ida al río en plenas vacaciones, y el lamentable resultado era tener que conformarse mirando la villa a través del vidrio y escuchando diálogos adultos y rondas de mate y café que la aburrían terriblemente.
Eugenia cerraba los ojos de a ratos, y la música de la lluvia se volvía más intensa, más dulce al oído, casi podía tocarla en el aire de la habitación y bañarse en ella. Si quería, podía estirar la mano hasta el pecho de Fernando y practicar caricias casuales, caóticas, desordenadas, blandamente dejar deslizar sus dedos sobre la piel y descansar sin apuros justo en el hueco que se formaba en la unión entre el cuello y el pecho. Le gustaba vagar por aquel territorio tan conocido de se su cuerpo, detenerse en tibios recovecos, construir figuras geométricas inventadas, bordear sus fronteras una y otra vez.
La tarde era ancha y las horas parecían no moverse, o desperezarse cada vez que debían adelantar su paso en el reloj. Tan a gusto estaba el tiempo, instalado cómodamente en el espacio del cuarto, mientras afuera llovía y el día feriado les robaba un poco la rutina.
Las páginas del diario crujieron cuando ella se acomodó sobre él y pasó una pierna por encima, se acurrucó contra su hombro. Él apenas la rozó, pero fue suficiente para interpretar como asentimiento aquella caricia sutil. Fernando nunca la había rechazado, como otros amantes, reticentes al ensayo de caricias, abroquelados en un refugio apartado, vacuos de amores.
- Mirá – dijo ella – ahora se largó más fuerte.
- Es cierto – dijo él. Como para salir a la calle...
Eugenia comenzó a recorrerlo con más intensidad, tras lo cual su cuerpo no tardó en reaccionar. Si algo en la vida lo acercaba al cielo, era justamente eso. La boca húmeda y tibia de Eugenia sobre su sexo, el ir y venir de su lengua, el aire pesado envolviéndole la piel, las manos que acompañaban la ceremonia. Aquel acto, en sí mismo, lo elevaba a un placer tan inefable que no estaba seguro de si prefería su sexo dentro de la boca de Eugenia, o dentro de su propio sexo.
Ya en la calma que seguía a la urgencia, le gustaba hablar con ella, oír su voz en la cadencia del silencio, escuchar sus historias.
- Nunca me contaste cuál fue tu primera experiencia.
Ella sonrió apenas.
- Claro que te conté. Sos un desmemoriado.
- No, no – dijo él. Yo no me refiero al sexo esta vez. Digo, la primera vez que te gustó un chico. Digamos.... la primera vez que te “enamoraste”.
Ella se dio vuelta en la cama, se quedó mirando hacia el techo, con un brazo bajo la cabeza y el otro sobre su vientre.
- Ah... eso.
- Claro, contame.
- Mirá, fue raro. Yo de adolescente era bastante boluda, vergonzosa, tirando a acomplejada, qué sé yo. Tenía catorce años, y creo que me enamoré.
Y se quedó un rato en silencio, mirando la nada.
- Ufa, pero contame más... Contame como vos sabés contar, dale.
- Bueno, como te digo, yo tenía catorce años. Era medio gordita. No gorda gorda, más bien regordeta. Pero muy acomplejada, eso sí. Me veía fea. Una amiga me llevó a un grupo de la Acción Católica, en la parroquia cerca de casa, y ahí lo conocí. Era re lindo, tenía los ojos claros, entre azules y grises.
- ¿Y eso es todo? – preguntó él.
- Y sí, qué más?
- Bah, no me querés contar.
Se dio vuelta en la cama, le dio la espalda, fingiéndose enojado. Ella se apretó contra él, besándole el cuello reiteradas veces, abrazándolo con brazos y piernas.
- Bueno, bueno, mi amor, ahora te cuento bien. El tema fue que a mí me empezó a gustar. ¿Viste cuando empezás a temblar cuando lo ves, cuando se te acelera el corazón, te ponés nerviosa... todo eso? Bueno, así.
- No sé – dijo él – Jamás me puse “nerviosa”....
Ambos rieron.
- Bueno, vos me entendés. A mí me encantaba, lo veía pasar y me ponía como tonta, no sabía donde poner los ojos, hasta creo que se me subían los colores a la cara. Él vivía justo a la vuelta de mi casa; si yo me iba al fondo, desde allí podía ver las ventanas de la suya, que era de dos pisos. No sabés cómo lo soñaba...
- ¿Y ahí se terminó todo? ¿Nunca llegaste a nada con él?
- Al poco tiempo de que comenzó a gustarme él se puso de novio con una pelotuda.
Fernando rió con fuerza.
- Sos igual que todas las mujeres... Siempre la otra es lo peor, aunque sea una diosa.
Eugenia calló un rato. Tal vez recordó aquellos lejanos años, cuando creía que el dolor era llorar en silencio por un chico que le gustaba y para el cual ni siquiera existía. Ahora apenas recordaba sus rasgos, perdidos en la nebulosa del pasado, cubiertos por el peso de tanto tiempo.
- No te enojes – dijo él. Seguime contando.
- No me enojé. Tal vez tengas razón. Las mujeres somos tan boludas a veces... Y yo mucho más.
- Dejate de joder...
- Bueno, el hecho fue que hubo un campamento, una especie de retiro espiritual, en un lugar re lindo, en la montaña. Por un lado iban los chicos, a un pabellón de una casa enorme, y por otro, íbamos las chicas. Nos juntábamos para comer y para rezar, y también para las reuniones y las charlas. El asunto fue que entre las chicas, como te imaginarás, estaba la novia de él, porque todos éramos del mismo grupo. De modo que yo tenía que escucharla a esta pelotuda contar todo el santo día de su vida con él, de cómo lo quería, de cómo esto y aquello... Fue una tortura. Yo lloraba todas las noches, sufría como una tarada. Fue la primera vez que sentí celos, y que el “amor” (Eugenia hizo unas señas en el aire con los dedos simulando comillas) me dolió.
Fernando se quedó mirándola, expectante, pensando que la historia tendría alguna continuación. Le preguntó si allí había terminado todo, y ella contestó que sí.
- Ahora te toca a vos - dijo ella.
- ¿Qué querés que te cuente?
- Lo que vos quieras – dijo ella. Pero siempre y cuando sean historias del pasado. Si tenés ganas, claro.
- Uh, vos me condicionás el relato, así no vale.
- Bueno, entonces no me cuentes nada.
- Está bien. A ver... dejame pensar.
Eugenia cambió de posición en la cama, se puso de costado, mirándolo, con la cabeza apoyada en la mano, formando un triángulo con el brazo encima de la almohada.
- ¿Tiene que ser de amor? – preguntó Fernando.
- Y qué sé yo... si te digo, me decís que te condiciono... Contame lo que vos quieras, lo que tengas ganas. Puede no ser de sexo, de lo que vos quieras.
Afuera la lluvia seguía cayendo con su ritmo acostumbrado. Estaba oscureciendo y Eugenia agradeció interiormente estar al lado de Fernando en la cama. Los atardeceres de lluvia y soledad la diezmaban. Escudriñaban en su pecho y sacaban a la luz sus peores tristezas, y los vacíos la lastimaban más que nunca. Como hacía siempre, sin pedirle permiso, se abalanzó sobre él y lo besó reiteradas veces en la cara, en la frente, en la boca. Lo apretó contra su cuerpo como si quisiera retenerlo de una huída inevitable. Él, como siempre, se dejó hacer, le sonrió, se deleitó con sus arrebatos.
- Bueno, para que veas, te voy a contar de la primera vez que me enamoré. Pero claro, voy a ser breve y conciso. Yo iba a primer grado, y ese verano mi papá nos llevó a un hotel...
Eugenia iba imaginando lo que Fernando le contaba. Lo veía niño. Tierno, hermoso. Hasta le daban ganas de agarrarlo y comérselo a besos. Veía el hotel que él describía en el medio de las montañas, el río, el verano en la piel de la infancia. La nena rubia y el amor recién descubierto, ella tan linda, el dolor en el estómago al verla, querer darle un beso pero no saber cómo, sentir un fuego en los ojos. Quedarse las tardes enteras en la pileta, jugando juegos repetidos y vueltos a inventar. Después, el verano siguiente, su papá que no consigue lugar en el hotel de siempre y se van a otro. Otro donde no hay nena rubia ni fuego en la panza, ni pileta toda la tarde ni amor para descubrir.
- Luciana se llamaba, era hermosa.
Eugenia se incorporó y discó un número en el teléfono, pidió servicio a la habitación. Un café, medialunas, y cosas ricas para comer, sentarían tan bien en una tarde de lluvia y nostalgia.
- Tu historia de amor es mucho más linda que la mía.
- ¿Por qué? – dijo él.
- Qué sé yo. Tiene.... no sé. Tiene algo.
- Algo como qué.
- Vos por lo menos hablaste con Luciana, la tocaste, compartieron juntos un verano. Yo en cambio con él no compartí nada, a gatas un campamento triste, unos días amargos... Ah, porque no terminé de contarte... como no pude soportar la presencia de la mina, a los cuatro días de haber llegado decidí irme, así que me volví a casa, contrariando las órdenes de la coordinadora y todo. Es que no lo aguantaba, te lo juro.
- No me dijiste el nombre del chico.
- Se llamaba Fabián.
- ¿Y lo volviste a ver?
- Después él se fue a estudiar a otra parte, no sé qué habrá sido de su vida.
- ....
- ....
- Bueno, ahora contame otra, te toca.
- Ya sé qué te voy a contar. Esto pasó cuando yo estaba en el último año de la secundaria, o en el penúltimo, no me acuerdo bien. Con mis compañeras hicimos un baile del colegio, uno de los pocos que nos permitió la monja... Porque yo fui a colegio de monjas.
- Sí, me contaste.
- Bueno, entonces había un chico que gustaba de mí. No me acuerdo cómo se llamaba. A mí él no me gustaba para nada, pero me daba un poco de pena, porque era muy tímido, muy retraído. Esa noche de la fiesta, todas me decían que él me iba a proponer que fuéramos novios, y yo no quería, imaginate. Estuve toda la noche esquivándole, cada vez que lo veía me le escapaba. Hasta que en un momento lo vi venir hacia mí con un ramo impresionante de flores, no sabés... Se me acercó, casi me arrinconó contra la verja, quería darme un beso. Así que yo lo empujé hacia atrás...
-¿Por qué?
-Porque no me gustaba, no quería que me besara.
-¿Y entonces?
- Bueno, cuando lo empujé, lo hice con tal mala suerte que me raspé un mano con las espinas de las flores, porque eran rosas, no sé si te dije. Me empezó a salir un montón de sangre, no sabés. Al final me manché toda la ropa y tuve que pasar el resto de la noche en el baño, hasta que mi papá me vino a buscar. Fue horrible, me sentí mal por él y por mí, quedé como una tonta.
- Pero eso no es de amor, che.
Los golpecitos en la puerta les reavivaron las ganas del café caliente en medio de la tarde demasiado húmeda. Cuando terminaron de comer, en la bandeja quedaban los restos de una merienda abundante y con sabor a gloria. Se bañaron juntos, volvieron a explorarse y a llenar las horas con palabras, risas, caricias.
Eugenia, envuelta en una toalla, abrió la ventana. El cielo tenía un color uniforme, azulado. El aire flotaba, fresco, como recién salido de la luna, y unas cuantas nubes andaban dispersándose todavía .
- Amor, mirá, dejó de llover.
Fernando se acercó por detrás, hundió la cara en su cuello, respiró su perfume limpio, la rodeó con sus brazos. Miraron un rato la ciudad mojada, las calles brillantes, las gotas rezagadas deslizándose por los desagües.
- ¿Sabés qué? – dijo él.
- Qué.
- Vamos a coger.
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