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Narrativa: cuentos: Los descontentos
Enviado el Monday, 02 September a las 17:16:08 por Artnovela |
clamaga escribió "
Estamos acá, los dos. Mirándonos con ojos estúpidos y tratando de ocultar
que han pasado quince años. Claro que nos separa la puerta de vidrio de un
cajero automático. Y por lo menos casi una década de matrimonio y dos hijos
que me han ocurrido a mí; a mis aires de universitaria y a esta especie de
memoria loca, nacida en las bibliotecas y en las mesas de café. Me
saluda con la mano y decidimos ir a un pub de Rivadavia.
Y por qué no Bar Marrast. Otro de tantos compartimentos estancos entre dos
calles de la ciudad. Donde por ejemplo escribo que uno puede desvirgar el pasado, y traer
a esta mujer como si quince años no fueran nada. Vos mientras tanto buscás más
cigarrillos, mirás la calle, el mantel. Me mirás desde tan atrás que parece
mentira esta mesa de por medio, mi block y tus ojos que vienen de Schopenhauer, allá
en la biblioteca de filosofía y letras. Cuando había que explicarte el principio de razón suficiente, hasta que bostezos y
claro, estrepitosos cafés con medialunas en el bufette de la facultad.
_Estás linda.
_No creás_ dice Julia que se toca la nuca con apenas un dedo_. Estos
quince años me deben haber cambiado un poco.
El se ríe y comenta que en el extranjero las chicas son flaquísimas, que en
Madrid no es como acá, que en París. Como si yo no lo supiera. Como si en
aquella época "enterarnos" no hubiera sido un golpe bajo.
Después nada. Ni correspondencia ni llamados telefónicos. Nueve años en
blanco hasta que empezaron a llegar noticias contradictorias, y un
día, en el ochenta y cinco, te vimos en todos los diarios y supimos que
estabas en Méjico pero que volvías. Y entonces me acuerdo de que quemé el
periódico y esa noche las manos de Ernesto me dieron como asco, o me salvaron. No sé. Y ahora es
una risa porque de golpe acá, civilizadamente en un café. Fingiendo gestos o
emulando los antiguos (esa cursilería tuya de pedir medialunas con queso), y
mirándonos a los ojos como si todavía tuviéramos veinte años.
_La verdad vengo por una temporada_ dice Joaquín _. La editorial me trae a
presentar el último libro y después vamos a Venezuela. Pero tengo ganas de
volver, sabés. Estoy un poco harto de los hoteles y de extrañar tanto Buenos
Aires.
_Y las medialunas con queso_ dice Julia.
_Y Chopenjágüer.
_Claro. Y Chopenjágüer.
Y entonces dejamos salir la risa y es tan triste, Julia. ¿Cómo era tu voz, tu tono de entonces? Ahora todo me parece monocorde y en mi estilo, no escucho otra cosa que mi propia voz. Y tengo tantas
ganas de contarte, de decirte de un tirón que por ejemplo antes de irme me
sentía tan mal y como afuera. La facultad y las listas
negras del Proceso. Pagarme a duras penas la pensión. Y entonces
empezar eso que llaman vida. Despertar un día en Rosario o amanecer en París.
Llevar los huesos al borde de una realidad que pudiera funcionar como
salida. Un barco, un libro o la vagina de una mujer. Aunque mejor pidamos
más café. Miremos el alegre ir y venir de los pocillos con estudiantes
sentados a las mesas y que se besan en la boca. ¿Qué vas a decirme ahora? Tengo que animarme a saber
algo de vos. A enterarme de un pedazo de tu vida.
_¿Te casaste?
_En el ochenta y dos_ Julia esconde la cara en el bolso donde se ha
puesto a buscar los cigarrillos. Después levanta la vista y no es fácil
sostener esa mirada_. Cuesta hablar del pasado. Pero los primeros años,
imagináte. No sabíamos qué te había pasado. A los veinte años una chica es idealista y se siente fuerte. Después lo conocí a Ernesto. Es
dentista Ernesto. Y tenemos dos chicos.
Mirás la calle. Obstinadamente la ciudad como si esto no fuera real y
yo apenas una vieja amiga. (¿Todavía fumas L&M?, dice Joaquín que busca en el
sobretodo, que amenaza con levantarse a comprar cigarrillos y a lo mejor
irse dos veces. Otro exilio dentro del exilio que lo libere de contar y de
mirarme como antes a la cara). Y yo apenas una vieja amiga pero te contesto
que no. Te retengo en este café y te convido puchos para empezar a decirte
las noches sin sueño. El miedo. No saber si el extranjero o una lluvia de
balas. Los primeros años sobresaltarse por apenas una carta, un dedo en el
timbre, un llamado telefónico a las dos de la mañana aunque después de todo
era mamá, claro. O Claudia que mandaba una postal. O Ernesto. Con los años
siempre fue Ernesto aunque por las noches vos todavía desarmaras
imaginariamente las sábanas, y entonces claro, buenas noches Ernesto. A
pesar de todo creer que tus manos y por eso durmamos, Ernesto, querés. Estoy
tan cansada.
_Allá en el extranjero uno siempre busca una mujer. Pero al final te das
cuenta que la dejaste acá. con las fotos y los libros que decidiste no
llevar en la valija.
_¿Por qué no me escribiste?_ dice Julia.
_Era peligroso.
Entonces me escucho mentir. Era peligroso, te digo. Rajar. Huir. Mandarse a cambiar porque la vida de uno apesta. Y dejar en la vía a la única mujer que nos ha importado un poco. Eso también. Tomarse el buque y nunca mandar una carta. Tener tanta vergüenza. Escribo: "la única mujer que me ha importado un poco". Cambiar el
empapelado de la pensión por otro mucho peor en México o en Madrid, y
después creer que eso es un giro de fondo y algo así como un golpe bajo a
la rutina. Y entonces un pasaje de segunda. Chicas extranjeras en la cama y en la universidad. Escribir por monedas en un suplemento de mala muerte. Sentir que estaba en camino. Pero a lo mejor, el único camino eras vos. ¿Sabrás de esto algún día?
_Nos vamos_ dice Joaquín que tira casi cualquier billete sobre la mesa_,
daría todo por llevarte a caminar por la ciudad.
Y salimos, claro. Y la ciudad tiene esa geografía que siempre decanta en las
urgencias. Y a lo
mejor por eso volver al hotel Montevideo tiene que ver con la necesidad de
reconocernos despacio. Las cortinas son celestes -antes eran amarillas- pero todavía están las mismas manchas
de humedad, las escaleras de madera, y la discreción de la penumbra por
encima del registro del hotel, donde tampoco nos piden documentos. Dejamos
la ropa en el piso, como antes. Y aunque podemos encender la luz nos
acostamos a oscuras. Tocándonos debajo de las mantas. Indecisos y con
manos que buscan itinerarios antiguos, papeles de lija o pañuelos de
encaje que se quedaron en el exilio del tiempo, -pero es tu voz, Julia, creo que siempre es tu voz la que habla en lo que digo-esa dimensión
irrecuperable.
_No encendamos la luz_ pide Julia.
Y entonces nos abrazamos. Desnudos. Pero yo tendría que explicarte. De
alguna manera hacerte entender que seguir de este lado fue sobre todo
sobrevivir, Joaquín. Ese aleteo cotidiano
que reverbera en el café y los papeles sobre el piso, en el ruido de las
cacerolas y la consigna de seguir por el día que llegará mañana. Cada vez
mirarse y aceptar. Ernesto. Virir con él a fuerza de
rozarnos en los codos de la casa, un contacto casual, dos manos que se
juntan en el acto de pasarse el cigarrillo. Y entonces este abrazo, Joaquín,
los cuerpos que se abren para replegarse en un nudo de sábanas, no son otra
cosa que un nuevo exilio, sabés. Porque yo también quiero escaparme. Y
entonces tocarte es como un juego. (Vos sabés que una nunca puede irse del todo). Y a lo mejor
por eso nos abrazamos. Y como se trata de volver ni siquiera hacemos el
amor. Simplemente estirar la palma. Comprobar que después de todo estamos
tan lejos, Joaquín. Y que mañana es lunes, claro. Sobre todo eso.
_¿Era todo mentira?_ pregunta Julia que me recorre el cuello con la punta de
una lengua que juega.
Y no hay respuestas, Julia. De nada sirven las explicaciones. Tal vez por eso doblo en la esquina y finjo no reconocerte en el cajero automático. Aunque escribo este cuento con tu voz en un café, que era el nuestro. Para vos, sobre todo. O para mí. Andá a saber si después de todo no he escrito este cuento para mí.
G.S.
"
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