Narrativa: cuentos: Cuatro rituales y un mito etiológico
Enviado el Saturday, 31 August a las 15:08:59 por Artnovela |
hander1 escribió "
RITUALES
Ese aparato te está llamando, suena para vos. No abrís los ojos, no movés las manos. El aparato tenaz grita. ¿Pensás? Sentís abrazo y calidez, desoís el quejido taladrante. Calculás la hora, y el tiempo que ya calculaste que demorarías. Imaginás el baño: debe estar frío, vas a tardar en sacarte toda esa ropa; pensás que no es tan importante el baño, podrías solamente peinarte; Sabrina se va en un rato, tenés que apurarte a decirle lo que realmente querés, no corresponde que pierdas esta oportunidad.
Se acerca y ella te pasa la mano abierta por el pelo. No dice nada, pero te está mirando. Sentís que lo único que tenés que hacer es quedarte quieto, esperar; el aparato chilla, odia tu indiferencia. Ya Sabrina se paró, vos la seguís con lo ojos, está apoyada en la mesada, amás ese silencio. Calculás nuevamente la hora, ¿podrás bañarte en diez minutos? Te dejás llevar, ella te toma la mano y caminan mirándose, los dos lo saben todo, casi no necesitan demostraciones, y odias más que nunca ese grito.
Estirás el brazo, tenés con la otra mano la frazada, girás un poco tu cuerpo dejándolo de lado, bajás la perilla y terminás de dar la vuelta. Abrís los brazos y los estirás a los lados, intentás seguir con Sabrina, solamente te queda la sensación semiamarga de que no estaba verdaderamente y qué bueno sería si... pero no; enfrentate al frío.
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Respirás profundo. Te sacás los anteojos y los dejás sobre la mesa. Entrás. Pasás tus manos por los cuadriceps varias veces. Te sacás un zapato, después el otro. Ponés tus manos, cruzadas, en la parte inferior del pulover y, sin soltarlo, las llevas hacia arriba. Lo tirás con despreció a tu derecha. Te pasás los dedos abiertos por el pelo. Repetís la acción con el buzo. Te frotás, con la mano derecha, el brazo izquierdo y ves tu piel rosa- transparente. Con los dedos de tus dos manos convertidos en tenazas tomás el botón de tu pantalón y el ojal. Lo desprendés. Bajás el cierre tirando a los lados. Llevás el pantalón un poco por debajo de las rodillas con ayuda de tus manos y después levantás la pierna derecha para sacarla. Cuidado, perdés apenas el equilibrio; lo volvés a intentar, ahora con éxito. Repetís la acción con tu otra pierna. Te quedan medias, calzoncillo y remera: empezás por la remera. La agarrás por el cuello y la tirás arriba del pulover. Ves en el espejo tu piel morada, erizada; mirás hacia abajo. Pasás los dedos gordos de tus dos manos por el lado de adentro de la media y los demás por el lado de afuera; hacés ésto con las dos medias. Las tirás sobre la remera. El espejo muestra el contraste del negro calzoncillo con tu piel morado- blancuzca. Ponés nuevamente tus dedos como tenazas y enganchás los lados del calzoncillo. Bajás hasta las rodillas. Te sentás y lo hacés recorrer el tramo que queda. Te parás nuevamente. Abrís la ducha.
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Estirás la mano y, con el dedo índice sobresaliendo, apretás el botón. Se disparan luces y sonidos. Caminas hasta la mesa. Ves la caja con fósforos y, agachándote, la tomás. Elegís uno entre la multitud, lo agarrás del lado de la madera y cerrás la caja. Con la mano izquierda sostenés la caja de forma horizontal mientras flexionas tus rodillas apoyando la derecha en el piso. Girás la perilla. Con la misma mano acomodás el fósforo, lo encendés y lo encimás a la salida del gas. Te sorprende el pequeño estallido, ves como una red metálica se trastoca de su opaco inicial a un rojo amenazante, coronado por el pequeño fuego azul. Erguís tu cuerpo y girando, enfrentás a tus ojos las imágenes. Tomás tus codos con tus manos y apoyás los omóplatos en la pared. Ya tu pantalón te empieza a quemar, caminás hasta el sillón y te sentás en él. Hacés variar las imágenes apretando los botones en el control. Te parás y caminás hasta el fuego. Por segunda vez apoyás los omóplatos en la pared. Llevándote la mano al pecho detectás los cigarrillos y con la mano izquierda atenazante los tomás para que tus dedos derechos puedan extraer uno. Lo trabás con los labios. El pantalón quema por segunda vez y caminás hasta el asiento. Tomás un fósforo, lo encendés y lo ponés debajo del cigarrillo mientras aspirás. Exhalás el humo y moviendo los dedos variás escenas. Apoyás el codo derecho en el sillón, ponés el brazo en “V”, y formás otra “V” con los dedos índice y mayor para sostener el cigarrillo. Llevás la uña de tu dedo gordo izquierdo a la boca, la separás apenas de la carne con las paletas. Te quedás inmóvil.
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Te ves en el espejo. Mirás tus ojos, parpadeás. Cerrás bien la puerta y volvés. Movés el labio inferior a la derecha ida y vuelta rápido. Ahora lo mismo hacia la izquierda. Respirás fuerte por la nariz. Otra vez. Te acercás al espejo inclinando la cabeza hacia arriba y apuntás los ojos hacia abajo, levantando apenas el labio superior, para ver de cerca tu pequeña paspadura. Volvés a tu posición inicial. Respirás fuerte por segunda vez. Torciendo la cabeza hacia la izquierda guiñás el ojo izquierdo. Ahora el derecho, ya en posición fija. Volvés a la posición inicial. Das un paso hacia atrás mirando la parte baja del espejo. Volvés a la posición inicial. Tosés y te pasás la mano por la nariz. Torcés el labio inferior hacia la derecha y guiñás, con esfuerzo, el ojo izquierdo. Ahora al revés. No te sale, el ojo no llega a cerrarse del todo y, algo perplejo, bajás unos milímetros los extremos de tu labio inferior. Intentás otra vez. Tampoco. Torcés rápido la cabeza hacia tu derecha y la devolvés a su lugar. Sonreís. Salís.
Mito Etiológico
Estaba Sabrina un día en las orillas del lago con los codos apoyados en el piso cuando vio a un hombre que no conocía con la mitad de sus dos piernas en el suelo y el resto del cuerpo erguido, la cabeza gacha apuntando a las cristalinas aguas. Merodeaba por allí también Ernesto, el del sentido común. Éste pensó en seguida que aquel hombre buscaría comida en el lago repleto de peces, pero la de extrañas ideas intuyó algo. Decidió acercarse al hombre y quedarse sobre su cabeza, para observar lo que él veía. Al mirar el agua vio el reflejo de la cara del hombre surcado por algunos peces. En seguida se acercó Ernesto exigiendo que se alejara en nombre de su poder como protector de la fauna y ella no tuvo más remedio que volver a su posición de contempladora en la orilla de enfrente del lago. El mortal, luego de un rato, cazó algunos peces y marchó nuevamente por el lugar que había llegado.
Sabrina estaba aún ahí cuando llegó el atardecer, momento en que, conmovida por los bellos reflejos del Sol, solía tener sus más extremas ideas. Urdió un plan: se acercaría a la tribu durante las noches, mientras Ernesto dormía, e intentaría, mutando su forma, perturbar su rígido descanso e intentar convencerlo de que se una a ella para vencer al de duras costumbres.
Estando las estrellas desparramadas por el cielo, la incivilizada se elevó por encima de las copas de los árboles y, al ver una angosta columna de humo, se acercó velozmente. Había, desparramados en el piso, muchos mortales durmiendo en parejas de hombres y mujeres. Observó con especial atención a las mujeres y copió sus formas básicas, multiplicando su belleza. Buscó luego al que había visto en el lago y lo halló a unos metros de distancia de los demás y solo. Lo aturdió sin despertarlo, lo tomó de la mano y caminaron juntos hasta el lago. La de múltiples pensamientos provocó, en la fantasía del mortal, un atardecer rosáceo con pocas nubes. Se acostó de lado en el suelo y lo señaló. Él la imitó. Sabrina le acarició con suavidad el hombro, con movimientos constantes y lentos y, creyendo ver brillo en sus ojos, lo besó. Se encontró en ese momento de nuevo en la caverna acostada al lado del hombre, Ernesto estaba parado frente a ella observándola. El protector de la fauna obligó a Sabrina a irse y terminó de despertar al resto de la tribu.
Lloró de impotencia y odio la de bellas ideas sentada nuevamente a orillas del lago.
Ernesto procuró que todos cumplan las tareas establecidas y siguió al insurrecto hasta la orilla. El hombre se inclinó aletargado y el de duras costumbres lo empujó. Entonces aquel salió lo más rápido que pudo frotándose las extremidades y se apuró a volver a su tribu. Llegó agitado y gritando reunió a todos. Les explicó los acontecimientos, su extraña aventura con Sabrina mientras dormía, su caída en el lago. Entonces el más viejo entre los hombres tomó la palabra. Contó la vieja profecía, lo que Ernesto le había dicho al primero de los mortales: Había una deidad temible que vivía sola y pretendía que su especie evitara su irremediable progreso distrayéndolos en experiencias fugaces contrarias a sus deberes. Si ella aparecía, lo único que había que hacer para conformar al dios era serle indiferente y continuar los rituales.
Así hablo el más sabio entre los hombres y todos los integrantes de la tribu se apresuraron a seguir sus trabajos.
El atardecer se posó nuevamente en el lago y la de bellas ideas dejó de llorar. Decidió continuar con su plan, aunque aquel ingrato la hubiera dejado sin más cuando Ernesto se lo mandó. Su ofensa había sido grave, pero ella tenía a ese mortal como única esperanza. Estando las estrellas desparramadas por el cielo, se acercó nuevamente Sabrina a la tribu de los mortales. Halló solo a su preferido acostado a distancia de los demás y aturdiéndolo lo despertó a la fantasía, no sin antes disfrazarse como la noche anterior. El hombre cuando la vio quiso besarla, pero rápidamente recordó las palabras del más viejo de los hombres y se dio vuelta, dándole la espalda. La incivilizada rompió en lágrimas y gritos ante esa segunda ofensa. Incontenible le advirtió sobre su categoría de diosa e intentó mostrarle la vida que llevaría si se atrevía a ignorarla. El hombre sorprendido replicó que esa era justamente la vida que él siempre supo que tendría. Sabrina, la de múltiples pensamientos, entonces le tomó la mano y lo condujo a las orillas del lago. Se sentaron allí; la de inmejorable figura, silente, lo acarició y besó.
Después Ernesto, habiendo despertado a todos, empujó al insurrecto nuevamente en el lago. Ya temía que toda la tribu fuera ganada por la insensata, que difícilmente se conformaría con ganar la noche. Entonces urdió este plan: ya que en la noche él debía dormir en rigidez absoluta y nada podía contra Sabrina, armaría una rutina aún más dura para los hombres que se revelaran: los despertaría con sufrimiento y los obligaría a todos a pasar por el frío y el agua en la mañana. Y para que por la tarde, cuando su tarea estuviera ya cumplida, no cayeran bajo el poder de la incivilizada los obligaría a cumplir un ritual, como demostración de sumisión, en el que deberían inmovilizarse frente a una pantalla de luces y colores.
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