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armisae escribió "
Mientras se duchaba y se quitaba los últimos resabios que deja el amor, Leonor pensaba en todo lo que le había devuelto ese muchacho joven y fuerte que la aguardaba en la cama para compartir el último cigarrillo y el beso de despedida.
Sí, se le había hecho tarde.
Ella no era libre, tenía compromisos.
Hacía once años que había jurado amor hasta que la muerte los separe, pero no fue así.
El amor había empalidecido y así su vida se fue replegando entre tareas domésticas virando hacia un oscurantismo culto que coqueteaba entre cosmogonías y la inmortalidad del alma.
Su transcurrir se había tornado gris, las alegrías que le concedía la vida eran apenas tibios remezones para el corazón, y cuando asomaban esos relampagueos que le reclamaba el cuerpo, siempre apelaba a la eficaz sabiduría que se había impuesto para desoír esos mandatos.
Una cálida tarde de otoño se inscribió en una maestría en arte en la Universidad.
Ella era Licenciada en Filosofía y siempre quiso continuar estudiando.
Allí conoció a César, un novicio en las habilidades pictóricas que la fascinó desde un principio.
Tras escarceos metafísicos, cafés de por medio, juegos de seducción y postergaciones histéricas una mañana los encontró enredados en una travesura entre sábanas que le hizo retornar todo aquello que había olvidado entre sus historias críticas acerca de la filosofía occidental.
Así comenzó esta historia. Pero no termina aquí.
Sentía de nuevo ese hervidero de emociones que hacía que la sangre corriera por sus venas.
Los sudores compartidos con un cuerpo tan joven le inyectaban la pujanza perdida y tantas veces postergada. Los olores, los sabores, las caricias, las frotaciones de este muchacho hacían que Leonor sintiera nuevamente a esa mujer que estaba en su interior y nunca la había querido parir.
Todo era como un juego de ajedrez.
No era fácil compatibilizar sus labores con este nuevo placer que florecía.
Hacía muchos años que no vibraba ante tanta adrenalina.
Los encuentros que mantenía con César en su atelier le otorgaban esa cuota de vida necesaria para poder soportar el tedio de toda una jornada.
Sabía que la estaban esperando, que querían compartir con ella lo transcurrido durante el día. Ella estaba en todos los detalles, desde lo administrativo hasta lo más doméstico.
No podía decepcionar a sus seres queridos.
Si alguna noche se ausentaba de su casa atrapada en salvajes vericuetos eróticos, sabía sortear la cuestión recurriendo a verosímiles coartadas. Y así se iba deslizando por la vida.
Cierta mañana en uno de sus tantos viajes en subte su mirada se posó sobre unos cristales desde los que se recortaban unos rasgos finos, casi señoriales que le recordaban una pintura de Velásquez.
Digamos que durante unos segundos quedó eclipsada.
Pero no terminó ahí.
Una vez en la calle, al salir de la estación Castro Barros, Leo fue interceptada por el dueño de los lentes con montura dorada, quien tras presentarse la invitó a tomar un café.
Leonor accedió de inmediato.
No lo podía creer. Ella con un desconocido total en una confitería inventándole historias. El desconocido se llamaba Pablo y era profesor de equitación. Tenía la misma edad que ella.
No sé si lo dije, pero Leonor acababa de cumplir treinta y seis años.
Ella por su parte le contó que era casada, que tenía dos niños y que venía del centro de hacer unos trámites que su marido le había encomendado.
¿Qué buscaba Leonor en esta conquista?
O mejor dicho, ¿qué buscan los seres en el hecho de buscar aventuras?
Quizá paliar el desamparo existencial al que nos somete la vida.
Pero ni ella misma lo sabía. Y tampoco estaba dispuesta a buscar respuesta a tales interrogantes.
Quería ponerle el pecho a esta historia que comenzaba a escribirse.
No bien hubieron terminado una larga serie de infusiones se perdieron en un departamento que Pablo, (¿Dije que se llamaba Pablo el profesor?), bueno, no importa…
Pablo vivía a dos cuadras de la confitería “Las Violetas”.
En cuanto la puerta se cerró, Leonor embistió a Pablo con una vehemencia lasciva irrefrenable.
Comenzaron a serpentear sobre la mesa al punto de no percibir que la ventana abierta invitaba a los vecinos a presenciar el cortejo.
Hicieron el amor en forma furibunda en todos los ambientes de la casa.
Una vez finalizado un encuentro, se sumaba otro y otro, hasta que se quedaron dormidos.
Un estruendo proveniente de la calle los despertó y Leonor advirtió que eran las once de la noche.
Se bañó en un santiamén para encubrir los hedores que acompañan una contienda amorosa y se vistió a los apurones y así casi entre resuellos inició la huida casi sin despedirse.
Se había hecho muy tarde y habrían comido sin ella.
Ese pensamiento la torturaba.
Recordaba durante el trayecto en taxi una pintura flamenca llamada “Infierno” que evocaba una lucha entre ángeles y demonios mientras buceaba en su mente buscando justificación ante tal descuido.
Pero no hizo falta. Todo estaba en orden.
Corrió a su mesa de luz y se calzó la alianza.
Ahora estaba todo bien.
Bajo su toca ocultaba su cabello todavía mojado, pero nadie lo advertiría, aunque bajo su hábito aún palpitaba un ajustado vestido color salmón que en ese día estrenaba.
Una vez compuesta y con una sonrisa plácida respondió al golpe que acababan de dar en su puerta.
-Buenas noches Madre Superiora, nos extrañó en extremo no verla en la misa de las siete de la tarde.
Marta Aleso"
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