Anónimo escribió "
Se despertó cuando el sol asomaba tímidamente entre las cortinas en su nuevo y flamante piso. Se sentía como si hubiese dormido durante semanas. Últimamente se encontraba tan cansada... La maldita oficina le absorbía todo su tiempo y energías, sin la contrapartida de recibir el estímulo y satisfacción profesionales que había dado prácticamente por sentados tras concluir la carrera.
Instintivamente alargó el brazo hacia el lado derecho de la cama, mientras su mirada seguía dirigida al lado opuesto, intentando enfocar los números del despertador para concretar cuántas horas había dormido. Notó el frío de las sábanas, un frío como el que cubre las cosas nuevas o que hace tiempo que no se utilizan. ¿Dónde estaba? Intentó recordar qué había sucedido la jornada anterior, sus pasos a lo largo del día, los vaivenes de una rutina a la que se había acostumbrado de tal modo que cualquier actividad fuera de ella suponía una aventura tan salvaje y angustiosa como una escalada a una pedregosa montaña, con el consabido vértigo que sentía con sólo asomarse al hueco de la escalera.
Recordaba haber hablado con él por teléfono, pero no podía precisar en qué fecha. Más bien recordaba haber discutido con él. Y recordaba también que esas discusiones últimamente eran tan habituales que ya formaban parte de esa rutina en la que hacía algún tiempo se había ido sumergiendo voluntariamente. ¿Qué les había sucedido? En los últimos meses su relación se había ido deteriorando paulatinamente, sin grandes estridencias, sin hitos que hiciesen saltar la alarma de la avocación definitiva a un final prematuro y no deseado, pero sí de manera continua e irremediable.
Nunca previó un desenlace como el que se había producido. Estaba segura de que él la adoraba, porque recordaba haber escuchado esas palabras de su boca. Nada de lo que ella hiciese y nada de lo que ella dejase de hacer por él podía hacer naufragar un amor tan fuertemente anclado como el que sus ojos le gritaban al mirarla.
Ahora, sola en su cama (sola, por fin recordaba, desde hacía ya tres meses) se arrepentía de su egoísmo, de su indiferencia, de su ingratitud, de su frialdad. Nunca hasta la fecha en la que él se fue había estado segura de sus sentimientos; se había acostumbrado a su presencia, a su voz un poco distorsionada a través del móvil, a sus caricias. No sabía si cuando no estaba le echaba de menos porque él jamás le hizo enfrentarse a esa soledad necesaria para cualquier reflexión. Y ella, completamente ciega, seguía con su vida, incapaz de reconocer que se había enganchado a un hombre que no le resultaba adecuado; aterrada ante la convicción siempre soterrada de que se había enamorado de él, a pesar de su constante empeño por evitarlo. Ahora lo veía claro: le amaba, siempre fue así, quizás desde aquel primer momento en que le vio a través de la ventana de su oficina.
Se levantó con el amargor en la boca de saber que él se había alejado, que en la pantalla de su móvil hoy no vería su nombre. Quizás debería ser ella la que le llamase, pero de nuevo ese orgullo del que ella, equivocadamente una vez más, estaba segura de carecer, le hacía desechar esta idea nada más concurría a su mente. Ella no era culpable de nada, ella no había hecho nada. Eso es, ella nunca hizo NADA por él. Se había limitado a recibir lo que él le brindaba sin sentir el compromiso de dar.
Sus pasos a los largo del día se repitieron como tantos otros: se sorprendía comprobando el buen funcionamiento de su teléfono cada 30 minutos, mirando la única foto que de él tenía cada media hora; le odiaba cada 90 segundos para volver a desearle una vez transcurrido ese breve período de resentimiento. Había adelgazado unos kilos, única consecuencia positiva, según sus amigas (expertas ya en abandonos) que se puede extraer de una ruptura.
Aquella tarde, cuando ya daba por perdido otro día más, que últimamente se sucedían uno tras otro como una letanía interminable e inseparable de una profunda y ahogante tristeza, inesperadamente sonó la ridícula melodía que hacía ya más de un año era la voz de su teléfono. Descolgó presurosa, excitada, aunque firme en el intento de no dejar translucir su emoción ante la llamada para que él no se diese por vencedor de una batalla en la que sólo había un contrincante. Le encontró alegre, hablador, cordial... No encajaba. Había dado por sentado que, cuando de nuevo volviesen a hablar, notaría su tristeza y dolor; él le rogaría volver a compartir la vida, ya no podía caminar sin ella. Pero su voz revelaba un bienestar que jamás hubiese sospechado. Quería verla, saber de ella, contarle las cosas que le habían sucedido durante esos 93 días de lento discurrir.
Mañana era un buen día para concertar una cita. En su delirio tras colgar el teléfono, vislumbró una reconciliación que repetidamente había añorado. Pero no quería ponerle las cosas fáciles. Él la había abandonado, se había ido dejándola desorientada y fragmentada ante una situación en la que nunca hubiese pensado. No, no se lo pondría fácil. Se mostraría recelosa, desconfiada, dolida, desencantada; le demostraría que, a pesar de su cacareada bondad, le había hecho daño, él que juró que jamás le causaría dolor alguno. Sí, definitivamente le haría sufrir un poco más.
Durmió interrumpidamente, bajo el delirio de saborear nuevamente sus besos, de sentir otra vez el calor de su cuerpo. Después de comer le enseñaría el piso nuevo, torpe excusa para provocar un encuentro físico entre los dos. Se despertó aún de noche, cubierta por el sudor del deseo, el miedo, la impaciencia... Escogió meticulosamente la ropa que recordaba que a él le gustaba. Se dirigió al encuentro resuelta en demostrar su supremacía intelectual y su indiferencia ante aquella separación que, por fin, estaba segura, tocaba a su fin. De lejos le vio como siempre, guapo, levemente desaliñado, fuerte, el pelo un poco más largo... Instintivamente al saludarle sus labios buscaron los de él, sus brazos se engancharon a su cuello intentando borrar en décimas de segundo el dolor que había sentido durante la impuesta ausencia con la que él la había castigado. Todos los propósitos 100 veces repasados de mantenerse fría, distante, indiferente, se diluyeron ante el calor emanado por el contacto con su cuerpo.
Cuando se separaron vio una mirada de perplejidad en sus ojos. Desde luego no era el encuentro que él hubiese esperado. Las palabras que seguidamente fluyeron de su boca retumban aún en su cabeza como un grito desgarrado en un túnel infinito. Había sufrido mucho en esos meses; la había echado mucho de menos durante las primeras semanas, pero poco a poco había ido descubriendo que nunca llegarían a ser felices. Él necesitaba algo más, una correspondencia a sus sentimientos, a sus continuas demostraciones de amor que ella nunca había podido darle. No la culpaba de nada, no le guardaba resentimiento alguno. La había querido con toda su alma, pero el sufrimiento soportado inclinaba desfavorablemente la balanza de la paciencia, la comprensión... Separarse definitivamente era lo mejor para ambos. Y él había conocido a una persona que le había ayudado a sobrellevar los primeros duros días de desamor; una persona que le comprendía, le amaba y le respetaba tal y como era. Una mujer que estaría encantado de presentarle la próxima vez que volviesen a verse, seguro que le iba a gustar.
Esbozó una ridícula sonrisa, pronunció unas breves y torpes palabras de entusiasmo ante la inesperada situación que él le planteaba, intentando encajar un dolor que ya no le cabía en el cuerpo, tratando de contener el torrente de agua salada que pugnaba por desbordarse de sus ojos. Le estrechó cálidamente la mano, le besó silenciosamente la mejilla y encaminó sus pasos hacia aquel destartalado coche de empresa que desde hacía más de un año esperaba cambiar al mes siguiente. La próxima vez que se encontraron él se acercó de la mano de una chica sencilla, estatura mediana, pelo moreno. Articuló una estúpida disculpa ante su propuesta de comer los tres juntos y volvió al amparo de su reconfortante rutina, una vez más sola.
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