Narrativa: cuentos: Lo cotidiano
Enviado el Friday, 12 December a las 09:45:45 por Artnovela |
Guillar escribió "(compilado por www.artnovela.com.ar)
Era de día y el sol rajaba, literalmente, la tierra sobre la que el grupo de gente discutía, desde hacía largas horas, algún tema banal sobre el mercado de consumo. Rafael, al borde del delirio, se había dirigido al aljibe a retirar algo de agua fresca para desparramar sobre su rostro afiebrado.
Mientras lo hacía, se preguntaba hasta cuándo podría soportar su maldita situación. Estaba cansado de las reuniones quincenales de trabajo en la estancia, enojado porque la rutina invadía todos y cada uno de los momentos de su presente. Había llegado a pensar que, si no podía generar algún cambio, terminaría muriendo agobiado por su vida habitual.
Para la tarde, la brisa que venía viajando desde lejos había hecho bajar considerablemente la temperatura. Los ánimos se suavizaron para la hora del té, pero la conversación seguía yendo por el mismo camino: el precio del dólar, la suba de las acciones de tal empresa, o la increíble predictibilidad del economista de turno, en su programa televisivo del domingo por la noche. Tan desesperadamente molesta le parecía la situación, que resolvió desentenderse, sin dar aviso, y salir a caminar por la estancia para despejar su mente, para olvidarse de todo y de todos, para sentir, aunque fuese por un instante, algo de paz.
Después de andar por kilómetros a la deriva cayó la noche, oscura; el cielo, cubierto de espesos nubarrones, era un velo opaco para la inmensidad que estallaba más allá de la atmósfera terrestre. Rafael, sin ninguna luz consigo, se recostó sobre la brizna reseca, para caer rendido ante un sueño casi tan conflictuado como la realidad misma. Se veía andando en una bicicleta sin ruedas, a una velocidad tremenda, y mientras con una mano controlaba la dirección de su movimiento, con la otra penetraba, en su cráneo, para quitar con violencia pequeños trozos de materia gris. Cada vez que lo hacía, sentía que se liberaba de un dolor agudo, se alivianaba, a medida que su cerebro quedaba desparramado atrás, en el sendero que acababa de atravesar. Despertó, sudando, cuando todavía no había amanecido, y permaneció inmóvil aún, hasta que en el horizonte comenzó a clarear. Sin apresurarse desandó lo transitado el día anterior y volvío al casco de la estancia.
Nadie excepto Marisa había notado su ausencia; ella no había llegado a alarmar a los demás, pensando que Rafa había salido por propia voluntad y que no tardaría en volver. Lo había notado molesto y recluído en sí mismo, necesitando algo de tiempo y de aire puro para respirar.
Programando se ganaba la vida en una aburrida oficina de la Paternal; trabajaba durante horas, tomándose sólo unos minutos para almorzar y fumar su cigarrillo diario. La empresa era una multinacional, y sus empleados fríos como una madrugada de invierno, en los suburbios de la capital. Quizá sólo ella se destacaba de esa masa de gente sin forma, que se movía, como al azar, por entre los muebles de oficina y las máquinas de gaseosa y café. Tenía ojos verdes como la hierba fresca de setiembre, y su caminar despertaba sensaciones placenteras casi en forma instantánea, cuando ligera, como el aire mismo, atravesaba el campo visual de algún desprevenido observador privilegiado. Su belleza, podría decirse, era como la de un arroyo serrano al mediodía, murmurando desde su pequeño cauce una melodía melancólica y esperanzada al mismo tiempo. Marisa había puesto su atención en Rafael desde que comenzó a conocerlo más profundamente; nunca supo si la atrajo su personalidad excéntrica o su particular visión de las cosas habituales, pero solía creer que era una mezcla de ambas cosas lo que le generaba aquel sentimiento particular. Le divertía verlo rezongar y bufar, cuando en su rostro no se dibujaba siquiera señal de fastidio, o espiarlo en el patio cuando salía por su cigarrillo y se quedaba en soledad meditando en silencio misteriosamente.
Finalmente, el agua colmó el vaso y rebalsó con una última gota; Rafael encontró en el desborde, la posibilidad de retomar su vida desde otro lugar. Eliminó, primero, el cigarrillo en el patio; ya no fumó más. Marisa sentía un agujero en el alma cuando se acercaba al sitio y lo veía vacío. Luego, se propuso no respetar ningún horario: seteaba su despertador, cada día, para que sonase un poco más temprano, un poco más tarde. Sucedió lo mismo con sus comidas: jamás repetía un mismo plato y evitaba almorzar o cenar dos veces en un ambiente. Cuando agotó las posibilidades dentro de su casa, comenzó a salir, temiendo volver a establecer una odiosa rutina. Pensó, entonces, que si podía efectivamente eliminar los hechos repetidos de su vida, despertaría del letargo en el que se veía sumergido desde no sabía cuando. Recordó con dificultad, ayudado por la imaginación, una infancia primitiva, en la que los objetos del exterior afectaban originalmente su percepción, en la que no existían aún conceptos de las cosas, en la que todo era afecciones. Los fenómenos eran únicos, y la sensación que en él despertaban venía acompañada de un sentimiento de sorpresa, que llenaba su alma de un goce particularísimo, imposible de comunicar. Mucho añoraba aquella edad de oro, y se proponía volverla a alcanzar.
Con el transcurso de los días fue modificándose la sensibilidad de su cuerpo; extrañado notó cómo, en el sabor de una manzana, identificaba lo diferente con respecto al sabor de cualquier otra en su memoria. También registró en muchas otras actividades la misma capacidad de encontrar diferencias. La alegría lo inundó, pero sin embargo no dejó de estar alerta, cuidando hasta en el más mínimo detalle su complicado plan. Podía reconocer, según lo que había aprendido en la escuela, que no existían dos objetos o eventos iguales en la realidad. Gracias al entendimiento, uno aprende a distinguir similitudes y reunirlas, mediante abstracción, en un concepto. Rafael había comenzado a recorrer el camino inverso.
Otra vez aquel sueño lo había visitado, idéntico. Recién despierto, tanteó su cabeza para ver si su cráneo estaba abierto o no. Suspiró aliviado después de sentir su pelo cubriéndolo. Despacio, se levantó de su cama y caminó hasta la heladera, para servirse un vaso de leche. Desayunó poco y partió para el trabajo. Caminar por Buenos Aires se había convertido en una aventura riesgosa; los colectivos tronaban, con sus motores furiosos, participando de una música disonante, ejecutada por la orquesta de cemento ciudadana. Rafael, alerta, creía por momentos que su sistema nervioso era capaz de percibirlo todo; muchas veces recibir aquellas impresiones del exterior significaba para él un tormento macabro.
Ya casi no existía en su vida una actividad que repitiese a modo de rutina; procuraba cambiar siempre el camino de vuelta a su hogar, llamar a sus amigos desde un teléfono diferente, lavarse los dientes con un cepillo nuevo cada vez. Muchos llegaron a creer que había enloquecido, y sutilmente se lo hiceron saber; Rafael no hizo caso, pensando que, para que lo entendiesen, deberían haber vivido lo que él, y tomado aquella decisión importante que le permitió desarrollar la capacidad que ahora tenía y que lo diferenciaba de los demás.
Distinguirse del resto se convirtió en su más oscura obsesión. Llegó a prescindir de horas de descanso para maquinar la mejor forma de concretar su deseo; recorrió la ciudad meditando, porque amaba caminar para pensar. Marisa lo encontró un mediodía en plaza Irlanda sentado a los pies de un gomero añoso, mascando una ramita, concentrado. Le preguntó qué sucedía, porque ya no iba a trabajar sino de noche, o durante los fines de semana, esquivando a la gente que solía cruzar. El se limitó a mirarla y a sonreírle, como encantado por su imagen, su femenina imagen, en ese momento, en ese lugar.
Después dio sus explicaciones y expuso su plan completo, habló de despertares y de sueños profundos. Se encontró revelando un secreto guardado celosamente, pero le alegró poder compartirlo con alguien, y más todavía por hacerlo con ese alguien que tenía enfrente, prestándole atención. No supo qué generó en su oyente, tampoco se preocupó demasiado por eso. Sonrió agradecido y caminó con ella mientras el sol descendía acercándose al horizonte, haciendo de la Donato Álvarez un espectáculo de colores cambiantes para sus ojos.
Faltaba recorrer todavía un camino extenso, y las fuerzas muchas veces parecían querer dejarlo a su merced, abandonarlo en un punto intermedio, sin posibilidad de retornar o de seguir. Exasperado, batallaba contra su propio ímpetu, para convencerse a reanudar la marcha. Obtuvo algunos resultados, que comprendió positivos, aunque no hicieron más que recluirlo en sí mismo al extremo, imposibilitándolo, casi, a establecerse en el mundo como ser social.
Temprano, a eso de las nueve, se perdió por completo en su propia casa. Fue hasta el baño y examinó el entorno con cuidado; no había una sola cosa que pudiese reconocer. Divisó el cepillo de dientes y lo tomó con una mano; lo pasó primero por su nuca, con frenesí, y después por su dedo pulgar. Se lastimó con la fricción; quería recibir el dolor en su organismo, notar cómo se apropiaba de él la impresión deliciosa e incontenible del tormento, gozar con la excitación de sus terminaciones nerviosas hasta llorar.
Casi no razonaba ya, pero cuando lo hacía, cuando volvía en sí, haciéndose cargo de su presente, festejaba el saberse liberado de los modos de supervivencia que, con tanta eficacia, funcionando como sistemas independientes pre-programados, habían sido responsables de construir su experiencia pasada, y pretender planificar la por venir. Atesoraba en su memoria los últimos recuerdos de la lucha, y la razón que la seguía motivando todavía; las imágenes, un poco difusas, lo representaban como en un teatro entenebrecido, polemizando consigo mismo, intentando acabar con su rutina fatal. No quería existir automatizado, prefería deleitarse, constantemente, percibiendo como único todo fenómeno que se presentaba a sus sentidos; deseaba vivenciar el presente como si no hubiese existido algo antes, como si fuese imposible preconcebir un después. Le gustaba vivir en un relámpago constante, inacabable y febril.
Marisa lo llevó a su casa, y le asignó un pequeño cuarto, cómodo, cálido; no deseaba saberlo sólo con lo que consideraba su enfermedad. Contrató a una mujer que hacía las veces de acompañante terapéutica, para que lo cuidase cuando ella salía a trabajar. Preparó la habitación, especialmente, de acuerdo a la voluntad de Rafael: con la mayor cantidad de posible de objetos de diferentes proporciones, para que él pudiese descubrir. Creo que uno solo de ellos hubiese sido suficiente para maravillarse ante su impresión, pero pidió cientos, porque le agradaba combinarlos en sus manos y representarse el conjunto como una unidad. La vida se le transformó en magia, y alcanzó la recta final de aquel sendero que había comenzado a recorrer hace tanto ya. El paisaje transmutó en tinieblas, justo cuando él hubiese preferido no dejar pasar detalle, cuando la mutación de su ser existencial iba a concretarse. Extraviado, no supo si podría o no despertar.
A su velorio,salvo Marisa, no asistió nadie más, aparte de los encargados de la inhumación. No lloró demasiado; sin embargo, sentía en su interior una bronca incontrolable casi. Reconocía que la muerte de Rafael, era la muerte de un hombre vencido en su lucha contra una estructura misma del ser humano.
Esa noche, ella soñó que tenía enfrente un bollo de papel de diario. Intranquila, quiso sacar la primer capa, para ver que había dentro. El resultado fue nada. Siguió con la segunda, la tercera, la cuarta. Despertó de repente cuando todavía faltaba una hoja más para retirar. No necesitó comprobar qué era lo que iba a encontrar.
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